¡Obispos buhoneros!, clamaba, como en una pesadilla, el viejo poeta León Felipe. Han pasado muchos años desde aquellos tiempos. Algunos creían que, por fin, habíamos llegado al final de una larga historia, a un mundo acomodado y apacible, laico y culto, plural y tolerante. Pero, una vez más, reaparecen aquellos viejos personajes. Los que entonces señalaban como pecadores a los librepensadores, y anatematizaban el liberalismo, hoy condenan el laicismo. El lento y cauteloso camino de la legislación del divorcio, iniciado por una ley de julio de 1981, fue objeto de crispado enfrentamiento, todavía no aplacado. Ahora parece que, desde las ancestrales perspectivas reaparecidas, se considera un inminente peligro para la democracia que los trámites del divorcio dejen de ser lentos, complejos y caros, como lo son, por cierto, los de sus tribunales eclesiásticos. El matrimonio entre personas del mismo sexo, legalizado por una ley de julio de 2005, parecía desbordar su capacidad de santa indignación, como si se tratara de una norma de obligado cumplimiento. Pero las novedades legislativas que tradicionalmente provocan la mayor crítica y movilización de nuestros personajes son las relativas al aborto. La ley, de 5 de julio de 1985, desde su preparación hasta su puesta en práctica, fue siempre capítulo especial y preferente de agresión de las huestes episcopales. El primero de los supuestos de aborto voluntario despenalizado es el terapéutico: cuando sea necesario, dice el Código, para evitar un grave peligro para la vida o la salud física o psíquica de la embarazada y así conste en un dictamen emitido con anterioridad a la intervención por un médico de la especialidad correspondiente, distinto de aquel por quien o bajo cuya dirección se practique el aborto. Este supuesto era, en realidad, un clásico estado de necesidad. Por eso no se estableció ningún límite de plazos de embarazo, como se señalaron en los otros supuestos de embarazo derivado de violación o de previsión de nacimiento con graves taras físicas o psíquicas. Junto al supuesto clásico de grave peligro para la vida o la salud física de la embarazada, se introdujo el supuesto de grave peligro para la salud psíquica. Desde el principio se pensó que en esta previsión cabría alojar, sin demasiadas dificultades, los casos de aborto voluntario que no tuvieran otro cauce de despenalización, y estos resultaron, así, susceptibles de despenalización sin plazo límite del curso del embarazo. Sólo haría falta, en la práctica, la voluntad de la embarazada, y un médico que firmara un papel. Con este guiño se abría, tímidamente, una puerta trasera a mayores reivindicaciones o más radicales propuestas electorales. También desde el principio se pensó que el médico de la especialidad correspondiente, el psiquiatra, estaría en condiciones de emitir un informe sobre el grave peligro del embarazo, o del futuro parto, para la salud psíquica de la embarazada. La puerta trasera ya no era responsabilidad de los juristas, sino de los médicos psiquiatras, y de la laxitud o instrumentalidad que los legisladores esperaron de la ciencia psiquiátrica.
Posiblemente, las actuales limitaciones y ambigüedades de la legislación sobre el aborto no se deban tanto al temor a la censura eclesial como a la timidez de los propios legisladores (obsérvese que no digo las legisladoras), que creyeron, y creen, que con lo hecho basta. Por ello no está de más recordar la valentía con que se expresaba el preámbulo de la ley de los matrimonios homosexuales, afirmando que en forma alguna cabe al legislador ignorar lo evidente: que la sociedad evoluciona, y que, por ello, el legislador puede, incluso debe, actuar en consecuencia. Esta reflexión y autoexigencia del legislador es válida también para la realidad estadística, y humana, del aborto voluntario, que no deseado. Además, la experiencia nos enseña que frente a cualquier reforma legislativa que entrañe progreso, sea avanzada o aplazada y tímida, como la que comentamos, la santa indignación saldrá a la calle con todos sus efectivos, incluidos niños, señoras, padres de familia numerosa, y hasta clérigos y príncipes de la Iglesia con su traje talar, de reglamento, tocados con irreverente gorrilla juvenil.
José María Mena es fiscal jubilado. Ha sido fiscal jefe del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, y unas de las personalidades más destacadas y vigorosas de la resistencia democrática antifranquista en el mundo del derecho.